LAS ARMAS DEL CORONEL – GUSTAVO CORONEL – EL CANDIL – AÑO IV – N° 162.
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A pesar de estar caracterizada por un mestizaje indígena-europeo- africano en variados porcentajes, pero de razonable homogeneidad, casi con un idioma común, viviendo bajo climas tropicales y subtropicales benignos, la población de América Latina se encuentra social, económica y políticamente estancada, sin visible progreso, esencialmente sumisa bajo la autoridad de líderes políticos generalmente ignorantes, de escasa visión y frecuentemente muy corruptos. Ese triste liderazgo, sin embargo, es el que los pueblos de la región toleran o, peor aún, eligen con entusiasmo, con resultados que llenan de indignación y de vergüenza a los ciudadanos dignos que no se resignan a ser comparsa de los grandes desastres.
Leer sobre quienes gobiernan la mayor parte de los 670 millones de seres que habitan América Latina es un ejercicio melancólico. La lista incluye a Nicolás y Cilia, los payasos danzantes de Venezuela; Pedro Castillo, el ignorante peruano de grotesco sombrero; Jair Bolsonaro, el pomposo y arrogante destructor de la Amazonia en el Brasil, a ser remplazado próximamente por el demagogo y deshonesto Lula; los rapaces y cursis Kirchner-Fernández de Argentina; la parasitaria familia Zelaya en Honduras; la macabra pareja pedófila nicaragüense, Daniel Ortega y Rosario Murillo; la podrida oligarquía de los Castro en Cuba; el cocalero retozón Evo Morales en Bolivia; el obispo gozón Fernando Lugo del Paraguay; el amigo de lo ajeno, Rafael Correa de Ecuador; el autócrata populista Nayib Bukele de El Salvador. Y, por supuesto, el paracaidista de indigestas lecturas, el narcisista Hugo Chávez, de Venezuela, quien, armado de miles de millones de dólares derivados del petróleo, irrumpió como elefante en una cristalería en la escena política mundial, dejando a su muerte una destrucción material y espiritual gigantesca en Venezuela.
De una colección de líderes como estos no fue posible, ni lo es, ni lo será, esperar que América Latina pueda abandonar el pantano de la mediocridad en el cual chapotea. Podremos, eso sí, disfrutar de grandes hazañas individuales de miembros de nuestras sociedades en los campos artísticos, deportivos o literarios, pero esos casos no harán más que acentuar la disparidad entre la brillantez individual de minorías y la ignorancia del liderazgo combinada con la mansedumbre de las masas, las cuales se muestran resignadas o hasta orgullosas de formar parte de sociedades de medio pelo (en Los Teques usábamos mucho el término “simiricuire”).
Frente a esta realidad histórica uno corre el riesgo de pensar que ello se debe a una inferioridad congénita, pensamiento que no solo es sacrílego (políticamente incorrecto) sino probablemente equivocado. Hay tantos casos de brillantez y dignidad individuales en nuestra región que ello parecería demostrar que nuestros genes o cromosomas no son inherentemente inferiores, sino que la razón de la mediocridad mayoritaria es otra. Parecería más probable que esta mediocridad que satura la geografía latinoamericana sea más bien un fenómeno cultural, el producto de una cierta manera de ver la vida, la cual ha transcurrido en un ambiente benigno que exige relativo poco esfuerzo.
Si ello fuera cierto, la solución del problema no sería mucho más sencilla que si el asunto fuera genético, puesto que una cultura progresivamente cementada durante más de 500 años ya ha adquirido el poder de una segunda naturaleza. Por decirlo así, el guante sería parte casi indivisible de la mano.
En la década de 1990, creo recordar, nos visitó en Venezuela un premio Nobel de economía, Douglas North. En una entrevista dada a un periódico local, respondiendo a una pregunta sobre nuestros problemas sociales y políticos, dijo: “Hay una tendencia a pensar que la solución a esos problemas reside en cambiar la constitución, enunciar nuevas leyes o reglamentos. Eso no es cierto. Lo que se requiere es un profundo cambio actitudinal”.
Ya De Tocqueville lo había advertido así en su visita a Estados Unidos, cuando dijo que el éxito de esa sociedad no se debía a sus leyes sino a las costumbres de sus habitantes, a lo que él bellamente denominó como los “hábitos del corazón”.
Esto no es nada fácil de lograr y no podría ser logrado por gobernante alguno en el término de su gobierno, no importa cuán brillante, visionario y eficiente pueda ser. Y la razón es muy sencilla: ello tendrá que ser un proceso social de naturaleza generacional, no podrá ser llevado a cabo en un ciclo normal de gobernanza democrática sino en el curso de dos o más generaciones. Para lograrlo se requiere un plan que sea adoptado como política de estado por sucesivas administraciones democráticas del país.
Este es el tema que desarrollo, haciendo énfasis en el caso venezolano, en un relativamente breve libro de unas 35-40000 palabras que está listo para ser editado, el cual podrá leerse en copia dura o como libro electrónico. Los mantendré informado porque lo considero importante de transmitir. Ha sido el tema principal de mis reflexiones por los últimos 30 años.
NOTA DEL EDITOR: Este artículo fué publicado originalmente por Gustavo Coronel un su blog «Las armas del coronel» el 24 de abril 2022, al cual se puede acceder a través del siguiente enlace: http://lasarmasdecoronel.blogspot.com/. Su publicación en El Candil se realiza con autorización de su autor.
FAIRFAX – VIRGINIA – EEUU