LAWRENCE W. REED – EL CANDIL – AÑO IV – N° 190.-
Memoriza la siguiente frase, enséñasela a tus hijos y grítala a los cuatro vientos cada vez que puedas. Es una de las verdades más importantes que jamás aprenderás o enseñarás: “Las personas libres no son iguales, y las personas iguales no son libres”.
Tu primera reacción podría ser: «Creía que la igualdad era algo maravilloso, algo por lo que todos deberíamos luchar, pero esto suena a rechazo de la misma».
Como dice el viejo refrán, el diablo está en los detalles. Que la igualdad sea buena o mala depende del tipo de igualdad del que se hable. El contexto marca la diferencia.
La igualdad ante la ley -como ser juzgado inocente o culpable en función de si has cometido el delito, y no del color, sexo o credo que representas- es algo indiscutiblemente bueno. Todos deberíamos desear que la ley se aplique de forma justa y equitativa a todos los ciudadanos. La diosa ciega de la justicia nunca debería asomarse.
Ese tipo de igualdad es una virtud y un ideal. Es un pilar de la civilización occidental por el que un número incalculable de hombres y mujeres han dado su vida.
Sin embargo, el significado de «Los libres no son iguales y los iguales no son libres» es de naturaleza económica. Se refiere a los ingresos materiales o a la riqueza. Dicho de otro modo, podría decirse: «Las personas libres tendrán ingresos diferentes. Para que sus ingresos sean iguales, hay que atacar su libertad utilizando la fuerza». Este es el primero de mis «siete principios de la buena política».
A pocos días de las elecciones, espero que no voten a alguien simplemente porque ese candidato promete robar en su nombre. Doblegarse a esa indecorosa demagogia convierte al candidato en un ladrón y, por tanto, en alguien en quien no se puede confiar, y a ti te convertiría en un cómplice cobarde cuya libertad e independencia se puede comprar con una limosna.
Consideremos dos violinistas. Uno toca en un metro por las monedas que los transeúntes echan en su estuche de violín. El otro toca en salas de conciertos ante audiencias de miles de personas. No importa que toquen las mismas melodías y sean igualmente agradables al oído. Los ingresos del primero nunca se acercarán a los del segundo, a no ser que éste mejore su actuación y se convierta en un buen vendedor. Esto es la desigualdad económica. Surge sin ninguna compulsión y refleja magnitudes muy diferentes de servicio a los clientes felices. Es natural y beneficioso.
Desplegar la fuerza para igualar de algún modo los ingresos de esos dos violinistas sería estúpido, contraproducente y francamente malvado.
Incluso en las sociedades no libres (como Cuba o Corea del Norte), vemos la desigualdad de ingresos. Allí las masas viven en una tranquila desesperación mientras las élites políticas viven en el lujo. En nombre de la «igualdad», estos lugares no sólo están muy lejos de ella, sino que producen tiranía y pobreza masiva en el esfuerzo.
El economista Milton Friedman expresó esta verdad de una manera famosa y memorable: «La sociedad que antepone la igualdad a la libertad no tendrá ninguna de las dos. La sociedad que antepone la libertad a la igualdad acabará con una gran medida de ambas».
Una de mis películas favoritas es “Enemigo a las puertas”, que apareció en 2001. Desilusionado con el sistema comunista, un propagandista soviético llamado Danilov (Joseph Fiennes) se lanza a la línea de fuego, pero no antes de murmurar: «Nos esforzamos tanto por crear una sociedad en la que todos fueran iguales, en la que no hubiera nada que envidiar o apropiarse. Pero no existe el ‘hombre nuevo’. Siempre habrá envidia. Siempre habrá ricos y pobres». Luego añade: «Ricos en dones, pobres en dones. Rico en amor, pobre en amor». Esto es a la vez de sentido común y profundo.
La igualdad económica en una sociedad libre no es posible ni deseable. Las personas libres son personas diferentes, por lo que no debería sorprender que obtengan ingresos diferentes. Nuestros talentos y capacidades no son idénticos. Algunos trabajan más que otros. Y aunque por arte de magia todos tuviéramos la misma riqueza esta noche, volveríamos a ser desiguales por la mañana porque algunos la gastarían y otros la ahorrarían.
Para imponer la igualdad económica, o cualquier cosa remotamente cercana a ella, los gobiernos deben dar estas órdenes y respaldarlas con pelotones de fusilamiento y prisiones: «No trabajes más duro o más inteligente que los demás, no propongas nuevas ideas o inventos, no corras riesgos y no intentes tener más éxito que los demás».
En otras palabras, no seas humano.
Considere la sabiduría de esta observación en un ensayo de 1945 del economista austriaco F. A. Hayek: «Hay toda la diferencia del mundo entre tratar a las personas por igual e intentar hacerlas iguales. Mientras que lo primero es la condición de una sociedad libre, lo segundo significa, como lo describe De Tocqueville, una nueva forma de servidumbre».
El hecho de que las personas libres no sean iguales en términos económicos es un motivo de alegría. La desigualdad económica, cuando se deriva de la libertad de los individuos creativos y no del poder gubernamental y de las ventajas políticas, atestigua el hecho de que las personas son ellas mismas, cada una de las cuales pone en práctica su singularidad de manera que se satisfaga a sí misma y sea valiosa para los demás.
Las personas obsesionadas con la igualdad económica hacen cosas extrañas. Se vuelven envidiosos de los demás. Dividen la sociedad en dos montones: villanos y víctimas. Pasan mucho más tiempo arrastrando a los demás hacia abajo que levantándose a sí mismos. No es divertido estar con ellos. Y si llegan a un cargo público, pueden arruinar una nación. La envidia que alimenta sus pasiones está en la raíz de muchos males modernos, como expliqué en este ensayo.
El economista nórdico Anders Chydenius nos advirtió en el siglo XVIII a dónde conduce el culto a la redistribución: «Cuantas más oportunidades hay en una Sociedad para que unas personas vivan del trabajo de otras, y cuanto menos puedan esas otras disfrutar ellas mismas del fruto de su trabajo, más se mata la diligencia, las primeras se vuelven insolentes, las segundas desesperadas, y ambas negligentes». Ningún economista digno de ese título cree que la libertad o la prosperidad puedan construirse sobre el sucio negocio de robar a Pedro para pagar a Pablo.
El filósofo Eric Hoffer, en su clásico libro “El verdadero creyente”, ofrecía una interesante explicación para gran parte de la búsqueda de la igualdad de todos nosotros (https://fee.org/articles/the-wisdom-of-eric-hoffer-part-i/):
Aquellos que ven sus vidas estropeadas y desperdiciadas anhelan la igualdad y la fraternidad más que la libertad. Si claman por la libertad, no es más que la libertad para establecer la igualdad y la uniformidad. La pasión por la igualdad es en parte una pasión por el anonimato: ser un hilo de los muchos que componen una túnica; un hilo que no se distingue de los demás. Así nadie podrá señalarnos, medirnos con los demás y exponer nuestra inferioridad.
Para aquellos que quieran refrescar su comprensión de la igualdad -la que hay que buscar y la que hay que evitar- he reunido a continuación algunas lecturas excelentes. Por favor, échenles un vistazo y compártanlas con otros.
Esto de la igualdad económica es padre de un daño infinito. Cuando es sólo una idea, no tiene sentido. Cuando se convierte en política pública, es un veneno. No lo bebas.
NOTA DEL EDITOR: Artículo publicado en la página de la «Fundación para la educación Económica» y es compartido en «El Candil» con autorización de sus administradores.