ENFOQUE LIBERAL – EL CANDIL – AÑO IV – N° 197.-
La manifestación del desacuerdo que se pueda tener con respecto a un determinado tema o suceso, así como la canalización del sentir que ello genera, son formas de expresión válidas dentro del marco que constituye el inalienable e imprescriptible derecho a la libertad. Cuando este se encuentra proscrito por orden del Gobierno, se puede tener la certeza de que los poderes de la nación se encuentran en manos de la tiranía.
Sin embargo, el legítimo ejercicio de los derechos individuales no puede conllevar la transgresión de los derechos de nuestros semejantes, esto en virtud de que, los derechos de una persona son los derechos de todas las personas, además del evidente hecho de que el derecho a la libertad implica el poder vivir en ausencia de coerción, es decir de la coacción que otros puedan ejercer sobre uno, y viceversa. Aceptar lo opuesto es caer en una irremediable contradicción.
En este contexto, es preciso aclarar que los derechos son estrictamente individuales y no son acumulativos; esto es, que nadie puede ganar ni perder derechos por adherirse a una colectividad. Es importante señalar esto dado que se ha difundido ampliamente la falacia que asevera lo opuesto. Sería absurdo pensar que uno puede arrogarse la cantidad de derechos que uno quiera tan solo por el mero hecho de unirse a grupos sociales o de cualquier otra índole.
Dicho todo esto, es justo señalar que ninguna protesta, sea cual fuera su motivo o finalidad, puede ser legítima si quienes participan de ella socavan los derechos de los demás. Incluso si se tratara de unos pocos los que generan el desorden y la violencia, o si fuesen personajes infiltrados —como muchas veces ocurre—, sigue siendo responsabilidad de los organizadores y participantes de la protesta el controlar este tipo de hechos; de no ser así, solo serán sus cómplices.
Pero algo mucho más grave que los desmanes, enfrentamientos y pérdidas humanas y materiales que pueden derivarse de una manifestación, es el acto de mentir y manipular a las personas para emplearlas como medios desechables de una lucha que no se atreven a llevar a cabo por cuenta propia debido a que carecen de las agallas y, fundamentalmente, de la verdad.
Resulta muy sencillo para este clase de malos elementos de la sociedad el emplear la retórica dialéctica —muy común entre los irracionales colectivistas— y apelar a las emociones negativas, tales como el odio, el resentimiento y la envidia, para exacerbar los ánimos de quienes, en muchas casos, ignoran el estar siendo víctimas de la vil manipulación de un puñado de miserables quienes, adoptando falsas poses de intelectualidad, ansían el poder, y, para ello, recurren al viejo adagio «divide y vencerás», pues saben que jamás podrán llegar lejos únicamente con sus trasnochadas e inexorablemente fallidas doctrinas sociopolíticas.
¿Y quiénes están detrás del financiamiento de estos oscuros personajes? Otros aún más oscuros y miserables que tan solo esperan que sus peones hagan el trabajo pesado para allanarles el camino y presentarse como los «salvadores del pueblo y la democracia», aunque, en realidad, sean los principales antagonistas de la historia.