Por Mirela Quero de Trinca
Dedicado a los hermanos Ramírez Sánchez y a todos los descendientes de Manuel Ramírez y Sonia Sánchez de Ramírez
–I–
A Manuel Ramírez no lo conocí o al menos no tengo recuerdos de su persona, pero sin embargo, su nombre fue una referencia en mis años de infancia y en los años posteriores, como uno de los pivotes que me anclaban a mi natal Pedregal.
¿Cómo es que alguien desconocido puede tener tanta importancia en los recuerdos de una persona?
La mejor explicación está dada por los relatos que mis padres, Miguel Ángel Quero y Carmen Victoria Arévalo Barrera de Quero, me hicieron en varias tardes caraqueñas en las que durante más de dos años les hice compañía, después de haberse diagnosticado una debilidad cardíaca en mi madre.
“Papache” y “Toya”, querían que yo contara su historia y emocionados abundaban en detalles, argumentaban, discutían y se complementaban en la narración, esperando ver terminado su libro, el libro que contaría sus esfuerzos para salir adelante en una Venezuela que entonces se estaba construyendo.
Esta es una historia real, con nada de ficción, es un resumen de un capítulo del libro que escribo sobre mis padres, que espero publicar más pronto que tarde.
Todos los nombres, fechas y acontecimientos son auténticos, de personajes de la vida real, contados por mis padres, quienes vivieron en Pedregal y Santa Cruz desde su nacimiento en 1926 y 1928 hasta su mudanza a Punto Fijo en 1955.
Pero como son sus recuerdos, debo advertir que puede haber alguna pequeña equivocación en fechas o nombres; que estoy segura, entre todos los que vivieron esas fechas y situaciones, podemos corregir y así, a partir del acontecer de una familia o de una casa, reconstruir la historia de nuestro querido pueblo: Pedregal.
–II–
Todo comenzó con la boda de mis padres. La novia, mi mamá Carmen Victoria Arévalo Barrera, era una bella joven santacruceña hija de mis abuelos Ladislao Arévalo y Cándida Barrera de Arévalo, que vivía con su familia en la aldea de Santa Cruz, entonces situada en las afueras de Pedregal; y se iba a casar en la Santa Iglesia Parroquial de San Nicolás de Tolentino de Pedregal, con mi papá, Miguel Ángel Quero, hijo de mis abuelos Agustina Quero y Jesús Villa.
Obviamente, en este caso, la distancia era un obstáculo que había que resolver. Mi papá encontró la solución perfecta: alquiló por una semana una casona grande en Pedregal, para que en vísperas de la boda, para mayor comodidad, la ocupara la novia con su familia. Esa amplia casona es la que seis o siete años después llamamos “La casa de Manuel Ramírez”.
Esa casona estaba convenientemente ubicada, con el frente hacia la calle Sucre y haciendo esquina con la calle Falcón, equidistante de la residencia del novio, la casa pensión de mi abuela la Chiche Quero y como a dos cuadras de la iglesia.

En esa casa se celebró la boda civil, ceremonia que según la costumbre de entonces, se efectuaba uno o dos días antes de la boda eclesiástica y solía ser muy privada, con la sola presencia de los novios y su familia, de los testigos y la autoridad competente.
A las diez de la mañana del miércoles 18 de diciembre de 1946, el Jefe Civil de Pedregal, José Ramón Monche Bouquet y su secretario Darío Carrasco, los declararon marido y mujer ante las leyes de la República. Como testigos firmaron Nicolás Leal y Asunción Leal de Leal.
Finalmente llegó el día esperado para la boda eclesiástica. Desde temprano, la iglesia ya estaba llena, abarrotada por los invitados, feligreses y curiosos que querían ver el matrimonio. En un pueblo donde no había muchas diversiones, una boda era una fiesta grande.

De esa casona alquilada sólo para la boda, en la noche del viernes 20 de diciembre de 1946, del brazo de su padre, Ladislao Arévalo (“Papalao”) y acompañada por una procesión de familiares, invitados y curiosos, toda vestida de blanco salió la novia Carmen Victoria (“Toya”), caminando las dos cuadras de pedregosas y terrosas calles de Pedregal que la separaban de la Iglesia.
Exactamente a las siete de la noche, la comitiva estaba en la entrada principal de la Santa Iglesia Parroquial de San Nicolás de Tolentino, donde ansioso, la esperaba su novio Miguel Ángel, quien puntual y también vestido de blanco, había llegado acompañado de su mamá Agustina Quero (“Mamachiche”).
Precedida por dos pajecitos que llevaban los aros y por sus dos damas de honor, una de las cuales recuerda que era Dalia Hernández, Toya colgada del brazo de Papalao desfiló por la nave central de la iglesia y se inició la ceremonia con misa cantada.
No hubo misa de Velación, porque en diciembre no se hacía, pero en cambio se cantaron aguinaldos. Escucharon completa la misa y en el nombre de Dios Todopoderoso, el padre Octavio R. Petit bendijo a los novios, declarándolos marido y mujer.
Concluido el acto religioso y como en esa época no existían casas de festejos como ahora, los recién casados acompañados por los asistentes, se dirigieron a la casa especialmentealquilada para la boda donde se festejó con abundante cerveza Regional y anís El Mono, bebidas que se acompañaban con diversos pasapalos, como empanaditas, galletas de soda rellenas con Diablitos Underwood y la muy venezolana e infaltable ensalada de gallina. También se pasaban azafates con cigarrillos para los caballeros y con caramelos para las damas y niños. Además de los invitados, estaba la barra, o mirones, que desde la ventana asistían a la fiesta y, aunque no estaban formalmente invitados, también eran brindados con cocuy y caramelos.
La fiesta se acabó como a las once de la noche, antes de que se apagara la luz de la planta eléctrica del pueblo.
En las bodas de antes no se bailaba porque era de mala suerte. Tampoco hay fotos de la ceremonia ni de la fiesta. Esa noche no se tomaron fotos porque las cámaras fotográficas de antes no tenían flash y se necesitaba la luz del sol para que las fotos no salieran oscuras.
Así que al día siguiente como a las diez de la mañana, cuando el sol de Pedregal estaba alto y calentando, los recién casados se volvieron a vestir de novios y el fotógrafo del pueblo, Joaquincito Ferrer, les tomó la única foto que sus hijos atesoramos con tanto cariño.
Y entonces, como se acostumbraba en aquellos tiempos, cada quien se fue para su casa. Papache se fue con su mamá y Toya se quedó con su familia en la casa alquilada.
La ceremonia nupcial culminaría al día siguiente con la entrega de la novia. Ese acto era una parte importante de la ceremonia de boda.
A las 4 de la tarde, la novia y su familia, acompañadas por una comisión de amigos cuidadosamente seleccionados para tal efecto, entre quienes mi papá recuerda a su maestro Lanoy, caminaron a lo largo de la calle Sucre hasta la casa de Mamachiche, donde los esperaba Papache, a quien en sus manos le entregaron a su ahora esposa.
Luego de repetidos brindis con refrescos, alrededor de las siete de la noche los invitados se retiraron e igual hicieron los novios que pasaron a ocupar la dependencia que en el patio de su casa, Mamachiche tenía destinada para los viajeros que se hospedaban en la pensión y que a partir de entonces sería su primera residencia como pareja.
Por cierto que, en los campos de aquellos tiempos, en las bodas podía presentarse una situación sumamente delicada que traía deshonor a la familia, como era la devolución de la novia. Luego de la primera noche, si el novio constataba que la novia no era virgen, podía devolverla y desatar el compromiso matrimonial; cosa que mis padres no recuerdan que un caso así hubiera sucedido en Pedregal.
–III–
En la casa de Manuel Ramírez espantan
Pasaron varios meses y con la anunciada llegada de la primera de sus hijas se preveía el crecimiento familiar, así que los recién casados decidieron buscar casa propia. Fue así que decidieron comprar la misma casa que habían alquilado para la boda.
Era una buena decisión ya que aparte de los sentimientos involucrados, la casona de techo de tejas, era grande, estaba bien situada y como dije anteriormente, quedaba cerca de la casa de mi abuela Mamachiche.
Vista de frente, a su lado izquierdo lindaba con la casa de don Rómulo Rodríguez y María Luisa Campos, padres de Romulito, Jesús y Luisa Honoria Rodríguez Campos; y por el lado derecho llegaba hasta la esquina de la calle Miranda donde terminaba esa cuadra de casas, que si mal no recuerdo, comenzaba con la casa de “Pachín” y Pragedis Calles.
La distribución interna de la casa era como la de la mayoría de las casas de Pedregal, quizás porque las construían los mismos albañiles. A la entrada, dando el frente a la calle Sucre, había tres grandes salones separados por un pasillo de entrada.
Las dos habitaciones situadas a mano izquierda eran los dormitorios familiares comunicados entre sí, situados uno detrás del otro, a los que se llegaba por el pasillo de entrada; y a mano derecha había un gran salón que creo nunca utilizamos, espacio independiente con dos puertas hacia la calle, que muy bien hubiera servido para poner una bodega o cualquier otro negocio.
El pasillo de entrada llegaba a un zaguán o amplio corredor cuyo lado izquierdo hacía las veces de comedor. Frente al corredor estaba un patio interno y al final de la casa, después del patio, estaba la cocina grande y una puerta que comunicaba con el solar.
Esa fue la primera casa propia que tuvieron los recién casados Quero-Arévalo y es la misma casa que al venderla años después, llamaríamos la casa de Manuel Ramírez.
A esa casa nos mudamos en agosto, justo a tiempo para mi nacimiento que fue el miércoles 17 de septiembre de 1947 a las 10 de la mañana. Si nos tardábamos un poco más yo hubiera nacido arrimada, en casa de mi abuela Mamachiche.
Según mi mamá Toya, en el patio interno de esa casa había grandes matas de jazmín que daban sombra y perfumaban el ambiente y en todo el centro del patio, un gran árbol de olivo, que daba aceitunas, pero que se perdían porque no sabían cómo prepararlas.
Al parecer, en Pedregal había dos árboles de olivo, uno en esa casa y otro que estaba por los lados del río de Pedregal.
En esa primera casa familiar, el matrimonio Quero-Arévalo fue muy feliz. Lo único malo, según mis padres, era que en esa casa era insoportable vivir porque espantaban, tanto que Mamaícha y Toya nunca entraban a la cocina de la casa, sino que utilizaban una pequeña cocina en el corredor.
Mamaícha era prima lejana de mi abuela Mamacandia que vivía con nosotros y ayudaba a Toya a ayerear su muchachera y con los oficios de la casa.
En palabras de mi mamá:
Los espantos comenzaron recién mudados a la casa. La primera vez fue una noche en que Monche llegó de Machiques y le colgué un chinchorro en el corredor para que durmiera.
Monche se llamaba Ramón Merquíades y era mi hermano de leche, no era hijo de mi papá y mi mamá, sino que desde recién nacido se crió con nosotros porque sus padres habían muerto, creo que de una de esas gripes que matan un gentío. Entonces Mamacandia lo amamantó y lo crió y Papalao le dio el apellido Arévalo.
A medianoche Monche empezó a gritar y llegó hasta nuestras habitaciones pidiendo que le abrieran la puerta porque lo habían espantado dos veces, que alguien le movía las cabuyeras y le remecía el chinchorro y no lo dejaba dormir.
Otra noche estábamos el Negro y yo acostados en una hamaca, conversando y oyendo música en el radio de pilas. Era temprano, como las siete u ocho de la noche, pero ya ustedes estaban durmiendo en su cuarto y Mamaícha estaba con un grupo de amigas conversando en el corredor. Serían como las siete y media de la noche cuando yo misma vi pasar un perro grande, amarillo. Llamé a Mamaícha creyendo que se había soltado el perro que entonces teníamos, pero nadie había visto nada. Entonces, el Negro fue con su foco a revisar en el solar. Pero, el fiel animal estaba echado durmiendo y amarrado tal como lo había dejado.
Pero lo peor fue cuando otra noche, ya dormidos, sentimos los pasos de un animal grande que pasó debajo del chinchorro levantándonos y oímos cuando golpeó su cabeza con la pared y regresó pasando de nuevo debajo de nosotros. Esta vez, los dos sentimos lo mismo y nos asustamos. Ahí fue cuando decidimos mudarnos.
Siempre se dijo que en esa casa había un entierro, es decir dinero enterrado y que el compadre Nicolás Leal había desenterrado la botija. Hasta aquí llega el relato de mi mamá sobre los espantos en su primera casa. Más tarde, nos mudamos a la quinta nueva que Papache hizo construir frente a la casa de Mamachiche, vendió la casona al comerciante Manuel Ramírez y con su nombre bautizamos la casa, que desde entonces llamamos “La casa de Manuel Ramírez” y en cuyo solar todavía está enterrado mi ombligo.

Valencia-España
15 de septiembre de 2019

Contribuyendo a la memoria fotográfica de Pedregal, las personas que aparecen en el primer grupo fotográfico son:
1) En la mitad de arriba, hay dos fotos de la casa de Manuel Ramírez; y a la derecha, sentado y con sombrero está mi abuelo Ladislao Arévalo (Papalao)
2) En la mitad de abajo de esa composición fotográfica, desde la esquina izquierda, aparecen:
– en primer lugar, está la foto de mi abuela Cándida Barrera de Arévalo (Mamacandia), esposa de Ladislao Arévalo, con sus hijos: el niño pequeño a la izquierda es Aníbal Arévalo. La niña pequeña a la derecha es mi mamá Carmen Victoria Arévalo Barrera de Quero (Toya); y la joven al centro, junto a Mamacandia es su hija mayor, Matilde, esposa de Vìctor Gutiérrez y madre de mi querido primo Víctor Gutiérrez Arévalo (Vitico).
– En la foto siguiente está una foto de frente de mi abuela Agustina Quero (Mamachiche).
– Al centro está la foto de una casa blanca, que es una recreación artística cortesía de Freddy Riera, de la que era la casa y pensión de Mamachiche Quero.
– Le sigue una foto de su hijo, mi papá, Miguel Angel Quero (Papache) más o menos de 18 a 20 años de edad.
– y la última foto de una joven con su mano apoyada en una silla, corresponde a una joven Chiche Quero.