DANIEL RAISBECK – EL CANDIL – AÑO IV – N° 173.
“¿Senado o cámara?” Fue lo primero que me dijo un jerarca del Partido Conservador Colombiano cuando me presenté como potencial candidato para las elecciones parlamentarias del 2014. Me llamó la atención la pregunta. Hubiera podido ser leninista, trotskista o independentista catalán; la ideología no tenía relevancia. Para la dirigencia del partido, lo único importante era cómo sumarle uno que otro voto a alguna una de sus listas. Todo para elegir a los gamonales que ya tienen votos, como en efecto sucedió.
Al partido no le interesaba mi ideología, pero a la prensa sí le interesó que, desde el partido, alguien propusiera despenalizar las drogas, bandera ideológicamente cargada y, por cierto, muy en la tradición conservadora de Álvaro y Enrique Gómez Hurtado. Días antes de las elecciones, aparecieron columnistas indignados por mi promoción de “ideas liberales” y hasta llamados para mi expulsión desde el mismo partido.
Al final renuncié por mi propia cuenta un año después de llegar, pero no fue por cuestiones ideológicas. Más bien, me resultó evidente que el ímpetu principal del Partido Conservador no era defender un ideario, ni siquiera uno conservador, sino más bien ocupar puestos en ministerios, secretarías y demás entidades. Algunos hasta lo decían abiertamente en reuniones. Por ello no me sorprendió en lo más mínimo que el histórico Partido Conservador terminara por sucumbir ante el recién formado Pacto Histórico de Gustavo Petro. Al fin y al cabo, los azules son, según su lema, “la fuerza que decide”, y siempre se deciden por las tajadas del presupuesto nacional y los feudos burocráticos regionales. Nadie puede cuestionar su consistencia: sin excepción, son gobiernistas. Todo lo cual fortalece el sistema establecido de corrupción institucionalizada.
Desde el 2014, sin embargo, el principal partido de la derecha colombiana no ha sido el Conservador, sino el Centro Democrático. En esas toldas sí hubo conciencia acerca de la necesidad de tener un ideario. El problema es que, mucho más allá de cualquier idea, lo que aglutina a sus miembros es, como lo expresan en su página web, “el respeto y la adhesión por la obra liderada por el expresidente Álvaro Uribe Vélez”. El Centro Democrático es la expresión oficialista del uribismo y, como tal, su fortuna está atada al destino de una sola persona.
Mientras Uribe mantuvo una popularidad estratosférica, le fue fácil hacer elegir en sus listas a docenas de candidatos poco conocidos, como Iván Duque, quien seguramente no tenía los votos para llegar al Senado en una lista abierta, al estilo de las del Partido Conservador. Pero cuando Uribe cayó en desgracia —entre otras razones por haber puesto a Duque en la presidencia— actuó como lastre, y el uribismo necesariamente se desplomó. En las pasadas elecciones, el candidato del partido de gobierno no llegó ni a la primera vuelta presidencial.
Tal es el precio del caudillismo. Por un lado, ahorra pensar y entrar en debates de fondo, que son potencialmente incómodos (mucho más fácil escoger “al que diga Uribe”). Por otro, la aniquilación electoral siempre está más cerca de lo que se cree, sobre todo cuando, más y más, las políticas intervencionistas del mismo Uribe resultaban ser indistinguibles a las del exsenador maoísta Jorge Enrique Robledo.
Si los conservadores son gobiernistas perennes y los uribistas caudillistas sin remedio, ¿qué decir acerca del empresariado? Los empresarios —en especial los oligopolios y grandes gremios— son los máximos beneficiarios del status quo, de una economía cerrada, burocratizada y con poca competencia del exterior. El dominante mercantilismo colombiano, muy lejano en realidad del “neoliberalismo” que se inventó la izquierda, sólo se mantiene gracias a la protección política. Por ello, el modelo político refleja el modus operandi empresarial.
Muy al estilo de los conservadores, la ANDI, por ejemplo, fue uribista con Uribe, santista con Santos (con la paloma en la solapa incluida) y duquista con Duque. Como primaba acercarse al gobierno de turno, no hubo necesidad de promover ideas para defender una economía de libre mercado, que opera sin favoritismo estatal y en beneficio del consumidor. De hecho, la promoción de un sistema laissez faire iría en contra de los intereses de la ANDI.
Mientras duraba la fiesta, duraron los privilegios. ¿Pero, qué hacer cuando la clase política hace elegir a un candidato como Petro, cuyas propuestas, de aplicarse sin adulteración, espantarían toda inversión, destruirían la moneda y hasta dejarían al país sin el suministro confiable de energía? Ciertamente, muchos empresarios han intentado acomodarse. En el largo plazo, les iría mejor al preguntarse cómo se llegó a este punto en primer lugar.
A diferencia de los conservadores, la izquierda nunca dudó en hacerle una férrea oposición a todo gobierno que no fuera el suyo. A diferencia de la derecha, que se confió en el sentimiento anti-chavista mientras adoptaba posturas izquierdistas, la izquierda afinó durante décadas su propio discurso ideológico. A diferencia de la clase empresarial, la izquierda sí tomó en serio las ideas y la cultura, razón por la cual su ideología domina casi por completo la academia, la educación pública, el periodismo, las artes, las cortes y hasta el clero (por medio de la teología de la liberación). Es el resultado de una “larga marcha a través de las instituciones”. La única similitud con el uribismo es que, para llegar al poder, la izquierda acogió el caudillismo en forma del “petrismo”, algo que puede terminar por hundir su proyecto.
Por ahora, sin embargo, Petro y la izquierda dura dominan por completo el terreno político, legislativo y cultural. El peligro inminente es que su “gran acuerdo nacional” sea una antesala de la asamblea constituyente que tanto desea. Es una posibilidad que hay que evitar a toda costa.
Hay que entender muy bien que —contrario a lo que aseguraban tantos expertos— la oposición no vendrá del Congreso, ya mayoritariamente petrista. La resistencia debe ser de la ciudadanía, las redes sociales, ciertos reductos del periodismo y de los mercados cambiarios y de capitales. Estos últimos, por cierto, han sido los más efectivos hasta el momento. Pese al reciente truco izquierdista de equivaler “lo social” con lo estatal, estamos ante un nuevo capítulo de aquel viejo y natural antagonismo: la sociedad versus el Estado.
No hay que negar la realidad: entramos a esta lucha contra mundum con grandes desventajas. No tenemos dolarización, lo único que salvó a Ecuador de Rafael Correa. No tenemos un sistema federal que pueda resistir una embestida autocrática y socialista desde la Casa de Nariño. No tenemos la principal herramienta para combatir el dominio cultural, institucional y político de la izquierda: centros de pensamiento —y no sólo de pensamiento económico— bien financiados, con claridad ideológica y capacidad real para impactar y, en últimas, convencer a la opinión pública de las virtudes del libre comercio, los derechos de propiedad, la libertad individual y los valores republicanos.
El peor error —que ya están cometiendo las figuras restantes de la vieja derecha política— es intentar refugiarse de nuevo en el clientelismo o en el caudillismo de Uribe. Hay que entender que el 19 de junio del 2022 introdujo una nueva era. Es tarde, pero, por primera vez en mucho tiempo, hay que tomar en serio las ideas. Será la única manera de preservar —y con suerte ampliar— el ámbito de la libertad.